Un lugar sin pretensiones que
acoge y que requiere pulmones para re-correrlo.
Longevos ejemplares que resisten,
que oxigenan y que fueron respetados, o mejor dicho, dejados a su ser.
Descuidados y ralos en la
proximidad, ofreciendo mullidas trochas y veredas, rectas unas, sinuosas otras.
Alfombras de pinochas que amortiguan las zancadas de quien entre ellos
transita.
A menudo arguellados y enjutos,
formando corrillos, alzan troncos y ramajes en busca del sol invernal.
Entrelazando ramas y hojas crean tenues
cortinas por las que la luz se filtra. Sesgadas sombras y contraluces de las primeras
horas, invitando a la carrera.
De pronto se acaba el bosque y
nos damos de bruces con la solana, con lo inhóspito. Nos detenemos, como
sopesando. Esquilmado territorio “exterior” que poco invita.
Giramos la cabeza y echamos la
vista hacia el interior. Denso y poblado se muestra en la distancia. Verdor que
atrae y que llama. Es momento entonces de retroceder, de volver a adentrarse en
el pinar.
De nuevo entre los enjutos pinos,
en descenso ahora, atención a las piedras sueltas y raíces que, de vez en
cuando, asoman entre las acículas caídas.
Solitario entorno. Alguna que
otra figura se cruza de vez en cuando, no muchas veces. Es sitio de individuos más
que de grupos.
Ya queda poco, estamos en las
lindes del lugar. Quebradas barandas delimitan este tramo, a un lado la senda,
al otro, la pendiente ladera. Cuesta salir de él para poner de nuevo el pie en
la urbe.
Los Pinares de Venecia quedan
atrás, asequibles, sobrios y tan a la mano.