Ya desde la lejanía, la mera contemplación del “sky line” produce cierto desasosiego, y hay que hacer un esfuerzo racional para seguir adelante.
En el ambiente urbano escasea el silencio, no falta el ruido. Chirridos, música o mensajes continuos pueblan el aire. Casi sin percatarnos nos vamos adaptando al barullo. Las imágenes forman parte del collage. El entorno va tomando posesión mientras nos incorporamos al caudal que se adentra en la zona subterránea de la gran ciudad.
Aquí abajo, la visión, al igual que la percepción, se amortiguan, tienden a difuminarse como forma de adaptación al medio. Percibimos veladamente cómo, ante la impasibilidad de la mayoría, son observados los que observan.
Somos espectadores de escenas en las que pretérito y presente coexisten armoniosamente, conformando una galería móvil que cambia cada pocos minutos.
Al cabo, la plácida estampa da paso al atropello, a las apreturas y al sofoco de densa humanidad.
Cuando salimos de nuevo a la superficie la visión se aclara, pero el aturdimiento continúa. El fragor del tráfico nos recibe. Los bocinazos se alzan por encima de las conversaciones autistas con teléfonos móviles en un paseo incesante y agitado de aquí para allá. Dosis de decibelios, prisa y tensión en derredor, transmitiendo una sensación de cotidianeidad en la que casi cualquier escena tiene cabida. Poco antes del amanecer, la ciudad pinta las últimas sombras de la noche con trazo grueso, al son de las sirenas.
La urbe, bajo la luz, dibuja con finas e imperceptibles pinceladas, calladamente y sin estridencias, perímetros personales que se rozan sin percibirse.
Hay días, no obstante, en los que se respira bien; las mañanas son templadas, antesala de un buen mediodía; los que transitamos por sus calles y pasamos bajo sus árboles, aún no llevamos dentro la comezón y el ansia que nos atrapará después; disfrutamos de una relativa, inusual y transitoria laxitud
En ocasiones así, el sosiego impregna las vías poco transitadas. No agobia el ambiente; es más, hasta transciende cierta placidez que ilumina las sombras.
Sin embargo, de forma imperceptible, constatamos la tónica común de un escenario de encuentro de distintas realidades: mientras unos se desplazan con determinación, otros esperan relajadamente, al tiempo que, en su simultaneidad, ni se ven, ni se percatan. Cada cual a su tarea.
En nuestro progresivo deambular se nos ofrecen otros signos que truncan esa sensación de naturalidad, afloran interrogantes ¿La metrópoli recibe o constriñe? ¿Delimita o limita? ¿Son realidad o fruto de la imaginación?
¿En qué otro lugar atarían a los perros con longanizas?
Ciudad “de paso”, que escatima ofrecer algo que retenga con gusto a quien se queda, y que sin embargo propicia la inerme permanencia de los más desfavorecidos. Imágenes que, observadas con atención, resultan ¿Definidas o enredosas?
De cara a la noche, en la antesala del sueño, modernos artilugios permiten prolongar las veladas otoñales de los que difieren la vuelta a casa, contribuyendo, formando parte del entorno urbano.
Otros en cambio se recogen prestos, buscando su guarida. Sumergiéndose en sus cosas se reconfortan, y entonces retornan a la naturaleza, traspasando las tapias y barreras que rodean y circundan la ciudad.
Las montañas siguen constituyendo su refugio, aunque sea lejano. Tienen la suerte de que para acudir a ellas no es imprescindible el caminar, porque sigue siendo posible “volar” hacia allí con la imaginación, sin más que dejarse prender en la paleta de colores de un atardecer capaz de dejar atrás “sky line”, trazos y pinceladas urbanas.