lunes, 29 de octubre de 2012

Insólita urbe


Ya desde la lejanía, la mera contemplación del “sky line” produce cierto desasosiego, y hay que hacer un esfuerzo racional para seguir adelante.
En el ambiente urbano escasea el silencio, no falta el ruido. Chirridos, música o mensajes continuos pueblan el aire. Casi sin percatarnos nos vamos adaptando al barullo. Las imágenes forman parte del collage. El entorno va tomando posesión mientras nos incorporamos al caudal que se adentra en la zona subterránea de la gran ciudad.

Aquí abajo, la visión, al igual que la percepción, se amortiguan, tienden a difuminarse como forma de adaptación al medio. Percibimos veladamente cómo, ante la impasibilidad de la mayoría, son observados los que observan.

Somos espectadores de escenas en las que pretérito y presente coexisten armoniosamente, conformando una galería móvil que cambia cada pocos minutos.

Al cabo, la plácida estampa da paso al atropello, a las apreturas y al sofoco de densa humanidad. 

Cuando salimos de nuevo a la superficie la visión se aclara, pero el aturdimiento continúa. El fragor del tráfico nos recibe. Los bocinazos se alzan por encima de las conversaciones autistas con teléfonos móviles en un paseo incesante y agitado de aquí para allá. Dosis de decibelios, prisa y tensión en derredor, transmitiendo una sensación de cotidianeidad en la que casi cualquier escena tiene cabida.  Poco antes del amanecer, la ciudad pinta las últimas sombras de la noche con trazo grueso, al son de las sirenas.

La urbe, bajo la luz, dibuja con finas e imperceptibles pinceladas, calladamente y sin estridencias, perímetros personales que se rozan sin percibirse.

Hay días, no obstante, en los que se respira bien; las mañanas son templadas, antesala de un buen mediodía; los que transitamos por sus calles y pasamos bajo sus árboles, aún no llevamos dentro la comezón y el ansia que nos atrapará después;  disfrutamos de una relativa, inusual y transitoria laxitud

En ocasiones así, el sosiego impregna las vías poco transitadas. No agobia el ambiente; es más, hasta transciende cierta placidez que ilumina las sombras.

Sin embargo, de forma imperceptible, constatamos la tónica común de un escenario de encuentro de distintas realidades: mientras unos se desplazan con determinación, otros esperan relajadamente, al tiempo que, en su simultaneidad, ni se ven, ni se percatan. Cada cual a su tarea.

En nuestro progresivo deambular se nos ofrecen otros signos que truncan esa sensación de naturalidad, afloran interrogantes ¿La metrópoli recibe o constriñe? ¿Delimita o limita? ¿Son realidad o fruto de la imaginación?

¿En qué otro lugar atarían a los perros con longanizas?

Ciudad “de paso”, que escatima ofrecer algo que retenga con gusto a quien se queda, y que sin embargo propicia la inerme permanencia de los más desfavorecidos. Imágenes que, observadas con atención, resultan ¿Definidas o enredosas?

De cara a la noche, en la antesala del sueño, modernos artilugios permiten prolongar las veladas otoñales de los que difieren la vuelta a casa, contribuyendo, formando parte del entorno urbano.

Otros en cambio se recogen prestos, buscando su guarida. Sumergiéndose en sus cosas se reconfortan, y entonces retornan a la naturaleza, traspasando las tapias y barreras que rodean y circundan la ciudad.
Las  montañas siguen constituyendo su refugio, aunque sea lejano. Tienen la suerte de que para acudir a ellas no es imprescindible el caminar, porque sigue siendo posible “volar” hacia allí con la imaginación, sin más que dejarse prender en la paleta de colores de un atardecer capaz de  dejar atrás “sky line”, trazos y pinceladas urbanas.

miércoles, 24 de octubre de 2012

Recorriendo la Pedriza a media altura


Otoño, lluvias, ríos crecidos ¡Pues vamos a ver cómo pinta esto en la Pedriza!
Las partes altas permanecen dentro de la faja de nubes, ha estado lloviendo la víspera, y no ha parado hasta primeras horas de la mañana. El pronóstico ya lo había advertido, anunciando apertura de claros a continuación, con tarde despejada.
Nada más salir del Tranco, siguiendo el curso del Manzanares aguas arriba, ya se impregna el olfato del característico olor a jara. La Pedriza huele a ella en cualquier época del año. Hay que ir atento a no resbalar, la humedad mantiene mojadas las grandes losas de granito que se encuentran en los primeros tramos. A pesar de que no es muy temprano, hay muy poca gente.
El Manzanares baja tranquilo, señal de que la lluvia ha caído pausadamente. El terreno está remojado, pero la arena granítica no es proclive a los charcos, así que se marcha cómodamente.
Pronto llego a Canto Cochino, y aquí sí que encuentro muchos excursionistas, muy abrigados y repartiéndose por los distintos itinerarios que salen desde este punto. Yo, por mi parte, dejo a un lado la Autopista y enfilo hacia el collado del Cabrón por la senda del bosque que va paralela a la Charca Verde.
Voy saboreando el fresco, la humedad y la quietud de este tramo poco transitado. En el collado alcanzo a un grupo numeroso (alrededor de 10 personas) que me apresuro a adelantar antes de que todos nos internemos por la Senda del Ingeniero en dirección a los Llanillos y, en mi caso, al Puente de los Pollos.
El bosque de pinos está silencioso, las voces del grupo grande ya no me llegan, las setas colonizan los troncos de los árboles.

Cada claro en el camino permite observar las rocas de la vertiente opuesta de la Pedriza: el Pájaro,

La Muela, los Callejones, … las nubes siguen sin marcharse del todo.

Llegado al cruce de los Cuatro Caminos, una rústica escritura sobre la piedra de un mojón indica la traza para llegar al Puente de los Pollos. El terreno se empina, la senda discurre por entre robles que todavía mantienen la hoja, los troncos y piedras están húmedos.

Pequeña trepada y aparece el escondido Puente ¡Qué paz infunde contemplar la Pedriza a través de este amplio ventanal!
No acaba de despejarse el tiempo, pero aun así decido continuar con el recorrido a media altura que he iniciado. Retorno a los Cuatro Caminos y cruzo el gran bosque de los Llanillos en dirección Oeste – Este, hacia el Collado de la Ventana ¡Correr por aquí es un placer!
Al final de la travesía entronco con el sendero que, paralelo al arroyo de la Ventana, sube al collado del mismo nombre. Asciendo por él en busca de la trocha que, poco antes de llegar al collado, sale hacia la derecha, recorriendo la base de las Buitreras, en dirección al Mogote de los Suicidas, Pared de Santillana y Navajuelos. Comienza a llover mansamente.

Esta senda, al pie de los paredones, por entre brezos y rododendros, en el límite superior del bosque, constituye una de las bellezas raramente transitadas de la Pedriza. No me cruzo con nadie.
Moles rocosas bajo la lluvia llaman la atención ¿Hay alguien más por aquí?

Enfoco mejor, ajusto las gafas, miro con detenimiento y puedo distinguir dos cosas: cómo escurre el agua por las paredes graníticas, y con qué estoicismo aguantan el temporal los impertérritos buitres posados en las partes altas. Hoy no hay térmicas sobre las que flotar.

¡La lluvia es que no cesa! Acelero la marcha, me parece distinguir un punto sobresaliente sobre el Mogote de los Suicidas. No puede ser más que otro buitre. En un día como hoy tan sólo para ellos están reservadas las cumbres.

Voy rápido, en dirección al collado de la Dehesilla. Las piedras resbalan, están muy mojadas. Un abrigo natural entre las rocas invita al cobijo, a resguardarse del agua que cae, pero sigo sin parar. El collado se ve desierto, y son apenas las 13:30h cuando llego a él.

Mientras estoy tomando un plátano aparece una pareja que viene desde el Refugio Giner, y que se encamina hacia el Yelmo. Unas cabras encaramadas sobre las rocas completan el perfil del horizonte.  La llovizna es ligera en estos momentos.

Acabo de comer, sacudo el agua de la mochila y voy en pos de la pareja que ya tiene ascendida la mitad de la pendiente que da acceso a la Cara y al Acebo. Juntos recorremos el camino hasta llegar al pie de la cara Norte del Yelmo, cuya cima está cubierta por ligera niebla.
Nos sorprende encontrar a un grupo numerosísimo, no menos de 25 personas, descendiendo de la grieta de acceso a la cima, bien protegidos de la lluvia por capas, chaquetas, capuchas y hasta paraguas que llevaban algunos.
Me despido de Erika y José y emprendo carrera hacia el Tranco. Mientras paso chapoteando por la pradera Sur del Yelmo no dejo de echar un vistazo a su paredón, hoy todo él bien lavado por el agua que escurre por la superficie.

Entre la lluvia, las gafas mojadas, la carrera y los vistazos, tomo como referencia unos mojones para descender que me van conduciendo por una zona cada vez más intrincada y menos transitada. Sé que no estoy en el camino habitual, pero sigo; hasta que me detengo en un rincón, rodeado de bloques apilados que habría que destrepar, con incierta seguridad de lo que habrá más allá. De manera que, como está todo mojado y no quiero arriesgar un percance en zona tan solitaria, opto por desandar el terreno descendido, alcanzar de nuevo el sendero oficial (ahora sí lo veo claro), por el que ya emprendo el franco descenso hacia el Mirador del Tranco ¡Debiendo adelantar, uno a uno, a los 25 excursionistas que bajaban del Yelmo!
Poco antes de llegar al Tranco vuelvo a encontrar a Erika y José.
Al final, un recorrido “pasado por agua” que, durante 5 horas, traza un circuito a media altura (1.600m de altitud, 1.100m de D+) por los bosques y roquedos de la Pedriza, por sendas, unas más frecuentadas y claras, otras más aisladas y difusas, viviendo una jornada de otoño en contacto con la naturaleza y próximo a sus moradores habituales . Dejaremos para días más serenos y estables los itinerarios por las alturas.

martes, 16 de octubre de 2012

San Martín de la Bal d'Onsera: mallos, barrancos, buitres, cortados, ermita.

Cuesta encontrar una ermita tan escondida y de tan complicado acceso como ésta. Y ello dicho en todos los sentidos. Se enclava en un lugar recóndito y singular, en la cara Sur de la Sierra de Guara, entre abruptas paredes, vigilada por los numerosos buitres que anidan en las moles calizas, adonde se llega a costa de superar el vértigo y con la fe de que realmente está y de que la hallarás, porque sólo alcanzas a verla cuando te encuentras a unos pocos metros de ella.
El punto de inicio del recorrido comienza en la localidad de San Julián de Banzo, a la que se llega desde Huesca, tomando la N-240 dirección Barbastro y desviándose en el cruce de Loporzano, para después tomar un nuevo desvío a la izquierda pasando por Barluenga y por fin alcanzar San Julián. Aquí se toma a la derecha una pista forestal en buen estado, que se deja a unos 200 metros para coger de nuevo a mano derecha la pista que lleva al aparcamiento donde se sitúa el arranque del camino S-6 San Martín de la Bal d'Onsera, lugar en el que hay una señal indicadora.
El día se presenta amenazador. Las nubes no dejan que el sol brille ni asome con fuerza, hay humedad acumulada y la lluvia se barrunta. No obstante, quiero convencerme de que no lloverá demasiado, así que a las 9.30h comienzo el trote por el claro camino de tierra rojiza que en suave descenso se dirige hacia el barranco de la Bal d’Onsera, al pie de los mallos calcáreos que se alzan enfrente mismo.
Al poco cruzo el cauce seco, asciendo unos metros paralelos al mismo, para incorporarme de nuevo al fondo del barranco poco después; su lecho está ahora totalmente cubierto de guijarros blancos y flanqueado por paredes de conglomerado cuya altura va creciendo a medida que avanzo.  Sorteo unas solitarias higueras. Comienzo a ver cómo las gotas de agua dejan su marca en las piedras del camino, tímidamente al principio, con regularidad después. Ha comenzado a llover. Primer chubasco del día.
La carrera es cómoda, el barranco se va intrincando cada vez más. Sin haberme percatado me encuentro ya en medio de los paredones de caliza cuya parte superior no alcanzo a ver.
El sendero se sigue bien, realmente no hay más alternativa que mantenerse en el fondo. En estas estrechuras, bajo las paredes extraplomadas y la vegetación, hay momentos en los que olvido de que continúa lloviendo mansamente.
El entorno se ensancha. Puedo divisar el farallón de roca que habré de superar para alcanzar el collado de San Salvador, y ruego por que el paso no esté demasiado mojado. Ahora el chaparrón ha cesado, pero la humedad lo impregna todo.
Me interno de nuevo en el bosque por trocha clara y corredera, hasta llegar al cartel indicador de las dos opciones que hay para acceder al collado de San Salvador: hacia la izquierda, por la Viñeta; o hacia la derecha, por la senda de los Burros. Me paro, sopeso que hace unos minutos que no llueve, miro hacia el cielo y no lo veo demasiado plomizo, así que opto por la Viñeta. Rápido y para arriba antes del próximo aguacero, que si delicado es subir por aquí con la roca mojada, mucho peor sería hacerlo bajo la lluvia.

Por delante unos 60 metros de desnivel, ascendiendo por una cornisa empinada, de no más de 50 centímetros de anchura, dispuesta a modo de rampa muy pendiente con algún que otro peldaño: a la izquierda, el conglomerado con un pasamanos de cable nuevo (bendito sea), a la derecha, una barandilla precaria y antigua, ampliamente oscilante al tacto, a modo de ¿Quitamiedos? como única separación del vacío.  ¡Cómo resbala la roca mojada, y cuan útil resulta la sirga en estas condiciones! ¡A la derecha, mirar lo justo, y el quitamiedos, ni rozarlo!
Inicio del paso de la Viñeta
Decisión y entereza, sirga a la izquierda, precaria barandilla a la derecha.
Superado el paso se sale sobre el lomo del collado de San Salvador. Un cartel indicador muestra las 3 diferentes alternativas: para acceder a la ermita hay que descender hacia el barranco de San Martín, al otro lado del collado. Siguiendo la traza por el lomo, iríamos hacia el pico de Matapaños  y también a la senda de los Burros. Pero esto lo dejo para la vuelta, ahora me concentro en lo inmediato, llegar a la ermita.
Los paredones que cierran el barranco de San Martín son formidables. Constato que el cielo se ha vuelto plomizo otra vez. En la soledad y la quietud del entorno tengo la sensación de estar siendo observado; miro en derredor: nadie ni nada a la vista; vuelvo los ojos hacia las partes altas de los cortados de enfrente, enfoco con detalle, y distingo las figuras de los buitres que hace rato ya me han descubierto a mí. Estoy en territorio ajeno, por lo que procuro no disturbar. 
El camino para la ermita desciende franco hacia el interior del barranco, al principio voy corriendo, hasta que encuentro delante que el tramo siguiente consiste en bajar por unas placas bastante inclinadas de conglomerado, fáciles y expuestas con tiempo seco, pero no tan sencillas cuando están mojadas como hoy. De nuevo suerte que el paso está asegurado por una sirga de acero muy bien colocada. Así que chapoteando en las oquedades y afianzado al cable, voy descendiendo los aproximadamente 100 metros de placas hasta alcanzar el barranco ¡Respiro aliviado! Además, aún no vuelve a llover.
Placa de acceso al barranco de San Martín, asegurada por sirga de acero.
Ahora sí distingo la ermita, a la que se accede por una trocha cómoda por entremedio de la vegetación.
El paraje es de lo más recoleto, los paredones cierran el barranco por su parte posterior, una cascada cae desde lo alto, la humedad lo envuelve todo. El lugar transmite soledad y recogimiento.
No hay más sonido que el del agua cayendo sobre la roca y el de mis pasos. Dedico un rato a la exploración de este rincón perdido, a la par que tomo un plátano y unos tragos de agua para reponer energía. Pero no puedo quedarme demasiado, las placas inclinadas las quiero remontar antes de que caiga otro chaparrón.
Pero esta vez he medido peor, y el aguacero me pilla a mitad de las placas. Trepando a gatas, sin reparar en charcos y sin remilgos llego de nuevo al collado ¡Entonces deja de caer agua! Miro hacia el cielo, parece que hay un claro, así que inicio la marcha hacia la senda de los Burros.
A los pocos metros veo un mojón y una traza hacia la izquierda que abandona el sendero que voy siguiendo. La tomo porque quiero subir al pico de Matapaños. La trocha, que se interna en un carrascal, se va haciendo cada vez más difusa y difícil de seguir. Idas, venidas, voy progresando trabajosamente hasta que me encuentro encerrado en la espesa vegetación, sin rastro que seguir y con las gotas de agua que comienzan de nuevo. Tomo la decisión de retornar y dejar para otro día más propicio la exploración de estos vericuetos.
Desciendo los 200m de desnivel ascendidos y retorno al sendero de los Burros. En adelante transito por un bello entorno de bosque de encinas y carrascas, que en poco tiempo me permite alcanzar el poste indicador del paso de la Viñeta, en el cruce de caminos que pasé a la subida.
Ahora ya no me preocupa la pertinaz llovizna que me está cayendo encima, tan sólo queda desandar el buen camino por el barranco, constatando la comodidad de la alfombra de guijarros blancos sobre los que cunden las zancadas, para alcanzar el coche a las 12:30h, tras haber recorrido unos 12km, salvando un desnivel total de 700m de D+, por un terreno mixto y variopinto, con bosques acogedores, cornisas colgadas, vacios impresionantes, donde el “hermano buitre” supervisa las incursiones dubitativas o decididas de sus otros “hermanos”, más o menos alborotadores, por lugares de barrancos y farallones que guardan circuitos insólitos y agrestes para todo aquel que se decida a explorarlos.

martes, 9 de octubre de 2012

Peñas de Amán y San Miguel = Salto de Roldán ¡Menudo el salto y menudas las peñas!

El llamado «Salto de Roldán» es una formación rocosa en el extremo izquierdo del Parque Nacional de la Sierra y Cañones de Guara. Está formado por dos inmensas moles pétreas que avanzan como proas sobre la Hoya de Huesca. Se trata de la peña San Miguel (izquierda), de 1.123 m, y la peña Amán, de 1.124 m, entre las que discurre encajonado el río Flumen.
Y va de leyendas la cosa: ......cuando el portentoso Roldán, al mando de la retaguardia del ejército carolingio, se retiraba hacia Francia, hostigado desde el sur, fue rodeado en la peña Amán. Roldán, para liberarse de sus perseguidores, espoleó a su caballo que, de un salto, alcanzó la peña de enfrente, sorteando el abismo, dejando marcadas sus huellas en la propia roca.
Posteriormente, y parece que el súper hombre además del hostigamiento también llevaba una potente y afilada espada, para escapar del todo y ponerse a salvo, hubo de dar un tajo en la cordillera pirenaica pasando "a casa" por la recién abierta Brecha de Rolando.
La atracción meramente natural que estos mallos me produjeron la primera vez que los vi de lejos, junto con las espectaculares perspectivas que ofrecen, me han inducido a conocerlos de cerca y a recorrerlos (correrlos más bien) en el día de hoy.
Para abrir boca, los 500m de desnivel de la Peña de Amán, reproduciendo el itinerario seguido por Roldán y sus perseguidores, solo que  a pie y sin caballos.
El punto de partida es San Julián de Banzo, a donde se accede pasando por Loporzano, tomando un desvío, algo más adelante en la carretera, hacia Barluenga y S. Julián de Banzo, y dejando luego a un lado el camino hacia San Martin de la Bal d´Onsera, tomando la siguiente pista de tierra, también hacia la derecha, hasta una pequeña zona de parquing a 725m de altura. (¡Buena sarta de nombres para ir familiarizándose con la terminología de la zona!)
Como me confundo ya para llegar con el coche, son las 9:30h de éste domingo en calma cuando inicio la carrera, que fluye rápida aprovechando que el camino es descendente hasta alcanzar el barranco de la Bal d’Onsera, cuyo cauce seco atravieso para comenzar el suave ascenso en la otra orilla.
Aprisco poco antes de llegar al cruce del barranco de la Bal d'Onsera
El sendero discurre “en descubierta” por entre vegetación baja de aliagas, erizones y carrascas. Suerte que todavía es temprano y  que no estamos en pleno verano.  A medida que voy subiendo derecho hacia los farallones calizos que hay hacia el Norte, y que aparte de los mojones no veo marca alguna blanca y roja, se me va aposentando la percepción de que he errado el camino, que en buena ley debería ir derivando hacia el Oeste. Me detengo, miro y lo veo serpentear entre las carrascas unos 150 metros más abajo. Cómo me lo pasé, es una incógnita.
Los farallones y los buitres que planean a su alrededor me atraen, así que, con el entusiasmo propio de la mañana y del entorno, sigo hacia ellos pensando que malo será que no encuentre una senda que, más arriba, derive hacia la izquierda, en sentido hacia la Peña de Amán.  En cualquier caso, si no fuera así, siempre podría desandar el camino.
De izq a dcha, Peña de San Miguel, Peña de Amán y Punta Sopilata.
En un momento determinado, a la altura de los 950 metros, por fin encuentro un ramal que sale hacia la izquierda, cruzando el barranco en su parte más alta. Ahora ya voy encaminado en la dirección correcta. Todo hacia el Oeste.
Las Peñas de Amán, en primer término, y de San Miguel, detrás, funden y mezclan sus contornos.
El sendero discurre por encima de los farallones, debajo de ellos, entre los arbustos, serpentea el camino “oficial”. Por detrás, el sol está a punto de asomar.

Al frente, ¡Distante y más abajo! Diviso la mole de la Peña de Amán. Definitivamente el rodeo va a  ser importante pero de nuevo: more kilometers, more fun, así que adelante sigo hasta que me encaramo con cierto trabajo en la punta que tengo más próxima: la Punta Sopilata (1.143m).
Punta Sopilata
Escarpado promontorio desde donde veo, delante mismo, y separada por un profundo collado, la Peña de Amán; abajo, a unos 250m de desnivel, el sendero que debería haber tomado. Así que destrepo de las rocas, y procedo con un descenso incómodo y áspero, por entre punzantes carrascas y aliagas, hasta entroncar con el “camino adecuado”, que ya me lleva sin inconvenientes hasta un collado donde hay un cartel indicador del mallo de Amán y, en sentido opuesto, San Julián de Banzo.
A partir de aquí la senda es más difusa y  la vegetación  más tupida;  las pantorrillas rozan a menudo con los arbustos y se sigue agradeciendo el no llevar pantalones cortos.
La trocha ascendente toca a su fin. La mole de conglomerado de Amán se alza en vertical. A su derecha se recorta la Peña de San Miguel.
Para subir hasta arriba hay que flanquear primero por unas viras aéreas hacia el lado Oeste de la peña y después trepar por unas clavijas hasta la misma cima (¿Cómo se lo haría Roldán con caballo y todo?).

La Peña de Amán (1.124m) es un otero de primer orden. La sierra de Guara, la Hoya de Huesca, y “al otro lado”, la Peña de San Miguel. Entre ambas el cortado en cuyo fondo, varios centenares de metros más abajo, discurre el río Flumen. Los buitres sobrevuelan el vacío. Los paredones son formidables. Me siento para contemplarlos desde el borde mismo, y así me quedo durante un rato.
Como una cosa es la realidad y otra las leyendas, y todavía he de hollar la vecina San Miguel, me pongo en marcha, comenzando por bajar de donde estoy destrepando las clavijas, retornando hasta el coche, ahora sí por el cómodo camino con marcas blancas y rojas que no vi por la mañana, para volver a Huesca y acercarme a su base para después encaramarme en ella.
El castillo de Quicena permanece  ajeno a mi gymkana personal en el camino hacia Huesca.
Esto parece una gymkana a pleno sol del mediodía. Yo corriendo de abajo para arriba, haciendo equilibrios sobre clavijas, después de arriba para abajo, luego un rodeo en coche hasta Huesca, para cruzar cómoda y rápidamente el río, camino de Apiés, dejándolo al final de la pista que sale de Santa Eulalia de la Peña (¡Por falta de santos no va a quedar hoy!) y vuelta a correr por un estrecho sendero que, entre abundantes romeros y tomillos, me conduce hasta la base de la pared rocosa de la Peña San Miguel, donde unas grapas de hierro, colocadas a modo de escalera, permiten el acceso a la cumbre por una “vía ferrata” transitable por cualquiera con un mínimo de agilidad, aún con escasa preparación física.
Farallón calcáreo que se debe superar para alcanzar la cima de la Peña de San Miguel
Decisión,  atención a las espinillas, y ¡Hacia la cima!
Alcanzo la cima (1.123m) y en ella puedo apreciar los restos de un torreón románico, una ermita y un aljibe (Cuesta imaginar cómo los construyeron en este lugar tan inaccesible que por otro lado, es una perfecta atalaya defensiva), a la par que contemplar la hermosa vista de las laderas ondulantes y cubiertas de vegetación al pie de la peña de Amán, lugar en donde estaba hace un par de horas, enorme mole anaranjada que cae verticalmente hasta el río Flumen.
De nuevo me quedo un rato contemplando el vuelo de los buitres y de las chovas, sentado junto al vacío, fijando las imágenes. Pero como no quiero que se me haga demasiado tarde, completo la última parte del itinerario de hoy, descendiendo rápido por las clavijas y retornando al coche, adonde llego a las 14:30h, tras no sé cuántos kilómetros de idas y venidas, habiendo superado un desnivel total de 800m de D+, trepando a ratos por las paredes, contemplando los planeos de los numerosos buitres que anidan en la zona, en un entorno que no deja indiferente y que conviene no realizar en verano, por aquello de la solanera. Pulmones saneados, imágenes bien impresas, piernas calentitas y de vuelta a Zaragoza a tiempo para comer, aunque sea algo tarde.