El río Ebro se caracteriza porque en el tramo entre Logroño y Sástago (terreno de poca pendiente), describe curvas o meandros en la llanura por la que discurre y periódicamente inunda. Estos meandros son curvas del río que se van deformando constantemente en una dinámica continua de erosión y sedimentación. En situaciones de crecida y avenida es habitual que el río busque el camino más corto y recto entre curva y curva, dejando el antiguo cauce abandonado. Este brazo o meandro abandonado es lo que en Aragón llamamos "galacho".
El galacho de Juslibol se halla comprendido entre el actual curso del Ebro y un escarpe de yesos, ubicado en la margen izquierda del río, a cuatro kilómetros aguas arriba de Zaragoza.
Su formación data de principios de 1961, momento en el que se produjo la mayor inundación del siglo XX. El 2 de enero de dicho año se inundó el 90% de la huerta en casi todos los municipios próximos a Zaragoza, y el cauce alcanzó 2,5 km de ancho en algunos puntos con un caudal 16 veces el valor medio. Las aguas no volvieron ya a su antiguo cauce: se había formado el Galacho de Juslibol.
El castillo de Miranda, antigua fortificación de cuando los árabes, judíos y cristianos poblaban Zaragoza, se mantiene a duras penas sobre el farallón de yeso a cuyos pies, 50 metros más abajo, se extiende el galacho.
Correr por estos parajes es un descubrimiento. Senderos y trochas que surcan los esteparios yesos, elevados sobre la llanura, entre tomillos y pinos pequeños, subiendo y bajando, atravesando los barrancos laterales, con el galacho a los pies, algo más allá el Ebro.
De pronto el camino se interrumpe bruscamente, el monte se acaba. Un profundo barranco transversal corta la continuidad del escarpe. Enfrente, al otro lado de la brecha, se alza el castillo de Miranda.
Retrocedo unos metros y tomo una trocha que desciende hasta el fondo, encontrando escalones naturales de yeso especular y zonas húmedas ¡Cómo resbala el barrillo que cubre estas umbrías!
Una vez en la base del cortado subo hasta el castillo por senda seca, y menos empinada de lo que parecía desde el otro lado. El sol se cuela por las aberturas que hay en las paredes.
Mientras reposo unos instantes al pie de la fortaleza observo el promontorio en donde estaba hace unos minutos, y distingo un estrecho sendero que discurre a media altura de la barrera rocosa, entre la parte superior y el galacho.
Me atrae hacerlo antes de internarme en la zona húmeda del galacho, así que me dirijo hacia él y lo recorro en los dos sentidos, ida y vuelta.
No parece el sitio más recomendable para transitar en momentos de lluvia o con suelo mojado. La estrechez de la senda, junto con lo deslizante del yeso húmedo, constituye una buena combinación para acabar dándose un chapuzón en el agua del meandro, a poco que uno se descuide.
Tras la doble ración de “sendero a media altura”, me sitúo de nuevo al pie del castillo de Miranda, en el fondo del barranco transversal, y me adentro en el galacho.
Huele a carrizal, a humedad y a río. La senda discurre entre vegetación de álamo blanco, chopo negro, fresnos y olmos; orientada directamente hacia el Ebro.
El escarpe va quedando cada vez más atrás.
El soto está verde, los árboles han perdido ya sus hojas, persiste el olor que lo impregna todo. Me trae recuerdos de recorridos en piragua, de corrientes, de agua salpicada con el paleo, de equilibrio a duras penas mantenido.
Voy siguiendo la llamada del río que está próximo, ya lo oigo, unos metros más y alcanzo la orilla izquierda del Ebro. Detengo la carrera y me quedo absorto contemplando el gran caudal que trae. Recuerdo cómo fue “sentirlo” desde dentro, en una frágil piragua, y me percibo minúsculo ante su magnitud.
Pero ya es tarde, hay que continuar. Así que doy media vuelta y retorno hacia el galacho. Es un deleite correr entre los chopos y los fresnos. He de volver aquí en primavera, cuando las hojas broten.
Lanzo una última mirada al conjunto del castillo elevado sobre el meandro, para luego dirigirme de nuevo a Juslibol (nombre que proviene de: “Deu lo vol = Dios lo quiere”, grito guerrero que Alfonso I el Batallador usó para arengar a sus tropas, acampadas en la localidad, antes de lanzarse al asalto y conquista de la ciudad), y volver a Zaragoza tras haber recorrido unos parajes naturales tan próximos y tan diferentes de lo que es y conlleva una gran urbe.