Lago y surtidor de la Casa de Campo |
En su origen fue un coto de caza real. Con 1.722 hectáreas resulta el mayor
parque público de Madrid, atravesado por dos arroyos, el de Meaques y el de Antequina,
con un gran lago y poblado por gran variedad de árboles: encinas, pinos, olmos,
fresnos y plataneros, principalmente, entre los que correr resulta placentero a
la par que ilustrativo.
Algunos de sus árboles, en función de su: peculiar aspecto, altura, diámetro
de la copa, perímetro del tronco o antigüedad, están catalogados como “árboles singulares”. Merece la pena detenerse
unos instantes para contemplarlos.
Sólo hay que decidir por cuál de las varias puertas de acceso se entra al
recinto, que está delimitado por una larga tapia de la época de Sabatini, e
iniciar la exploración, que en mi caso comenzó a fin de otoño, culminada con
esta de principios de febrero. Si bien ambas son complementarias, la diferencia
substancial entre una y otra radica en los colores, luminosos y descollantes de
la primera, frente a los apagados de la segunda, amén de que en otoño me
circunscribí al interior de la Casa de Campo, mientras que ahora en invierno
decidí completar el circuito “extra muros”, como describiré más adelante.
Opto por acceder a través de la Puerta del Rey, justo frente al río
Manzanares. Una gaviota otea desde su elevada posición.
Nada más entrar, a mano derecha, me acerco a contemplar el Cedro del Reservado (Cedro del Himalaya – 150 años de antigüedad),
tan alto (25m) que está encinchado para evitar que se escore todavía más y
acabe cayendo.
Cedro del Reservado |
Tras la visita inicio la carrera en dirección al lago artificial por un
paseo muy transitado flanqueado por altos plátanos, vestidos de otoño
entonces y ahora deshojados.
Paso bajo un par de esbeltos pinos y al poco llego al lago, en cuyo centro
hay un potente surtidor.
Lo flanqueo en sentido contrario a las agujas del reloj fijando la mirada
en el gran platanero que veo enfrente y al otro lado del agua, el Plátano Gordo (Platanus Hybrida), que en sus 200 años de vida ha conseguido
alcanzar los 20m de altura, desarrollando un tronco de 4m de perímetro.
Al otro lado del agua: el Plátano Gordo |
El Plátano Gordo |
La vegetación otoñal ofrece a la vista su abigarrada paleta de colores
antes de extinguirse bajo el influjo del invierno.
Robinia pseudoacacia |
Acacias |
El fuerte viento riza la superficie del agua. Me ajusto bien el
cortaviento, mantengo el trote y con un instintivo quiebro evito “in extremis”
ser atropellado por un ciclista que ni siquiera gira la cabeza.
Sauce |
Completo la circunvalación y continúo la carrera por una senda paralela a
la carretera que se dirige hacia el Zoo hasta llegar al siguiente árbol
singular, un emboscado y algo maltrecho Taray del Humedal, de cuyo tronco
tumbado salen varias ramas nuevas.
Taray del Humedal |
Continúa el sendero por una olmeda por la que se corre bien.
Al poco la senda desemboca en el Pinar
de las Siete Hermanas, lugar de altos ejemplares a donde retornaré
posteriormente, una vez haya llegado al Zoo, para subir hacia la estación del
Teleférico.
Pinar de las Siete Hermanas |
De momento continuo en la dirección que llevaba, dejando la subida al
Teleférico para después, adentrándome ahora en el Encinar del Batán, donde añejos ejemplares mantienen su porte acusando
el paso del tiempo.
Encinar del Batán |
Sigue luego una fresneda, luminosa en otoño y apagada en invierno.
Fresneda |
Para alcanzar finalmente el arroyo de Meaques y el puente de hierro que lo
cruza. Junto a él se encuentra la Encina
del Puente de Hierro (Quercus Ilex),
que cuenta con 200 años en su haber, cuyo tronco se divide en dos gruesas ramas
principales.
Encina del Puente de Hierro |
Unos cientos de metros más y llego al Zoo, rodeado de resplandecientes acacias.
Acacias junto al Zoo |
Es momento de retroceder hasta el Pinar de las Siete Hermanas, en otra ocasión
seguiré el perímetro de la tapia.
De vuelta en el Pinar tomo una senda ascendente hacia la estación del
Teleférico. Van quedando atrás los efímeros colores de la zona baja.
A partir de este punto las trochas y sendas discurren entre pinos y
encinas. Continuos sube y bajas por un bosque en el que me acabo desorientando;
tal es el número de senderos posibles.
De manera que cuando topo con la tapia, en la que hay una entrada
principal, pregunto a los que por allí andan y, para mi estupor, me informan de
que estoy en la Puerta de Somosaguas ¡He tenido una deriva de casi 90º!
Asumido esto, y tras tomar una barrita energética, decido seguir paralelo
al tapial para alcanzar unos kilómetros después la Reja y el arroyo de
Antequina, junto al cual troto durante un centenar de metros hasta alcanzar el
lugar al que quería llegar originalmente, el Puente de las Garrapatas.
Puente de las Garrapatas |
En este
punto cojo una amplia pista que, tras salvar el arroyo y atravesar un paso
sobre las vías del tren de cercanías, abandona el recinto de la Casa de Campo a
la altura de las estribaciones de Aravaca.
Y aquí llego a una conclusión evidente: ¡Como yo quiero acabar llegando al
Parque de la Dehesa de la Villa, trazo una línea mental mediante la cual, con
tan sólo ir atravesando las carreteras que me separan del objetivo, lo tengo
hecho!
Así que salgo del recinto de la Casa
de Campo y me lanzo a la búsqueda de las pasarelas por las que cruzar la M500, la
A6 y la carretera del Pardo. No tan sencillo, realmente.
Con tesón y preguntando de vez en cuando, voy encontrando los pasos
elevados de las carreteras.
Con el Parque de la Dehesa en el horizonte emprendo,
con ciertos titubeos, la bajada de la Cuesta de las Perdices por un senderillo
que discurre paralelo a la autovía, ganando confianza a medida que compruebo
que tiene continuidad.
Resulta sorprendente que todavía se mantenga alguna trocha medianamente
transitable junto a los modernos trazados de las carreteras, pero es así.
Tras tanto subir y bajar, primero por lo vegetal, después por lo urbano,
habiendo conseguido “cerrar el círculo”, empiezo a sentir las punzadas
inequívocas del hambre. Con el pensamiento fijo en las tortitas de maíz
recubiertas de chocolate que no había querido tomar en el desayuno, recorro las
conocidas pendientes del Parque de la Dehesa de la Villa que me llevan a
finalizar un circuito de 17 kilómetros de longitud habiendo salvado un desnivel
total de 300m de D+.
Parque de la Dehesa de la Villa |
Las flores del almendro son fieles reflejo del benigno invierno que ni gota
de nieve está dejando este año en la zona Centro.
Hola Carlos, esto es lo único que me da envidia de Madrid: sus parques, son una preciosidad, los pocos que conozco los he recorrido paseando, al trote tienen que ser una pasada.
ResponderEliminarSalud(os),
De Madrid, además de sus hermosos y extensos parques, yo ampliaría el zoom para no dejar fuera la Sierra de Guadarrama, en general, y la Pedriza, en particular.
EliminarSalud y Montaña.
Hola Carlos.
ResponderEliminarMenuda vuelta que le distes a la Casa de Campo, desde luego un recorrido muy didáctico por este vergel de la ciudad de Madrid.
Con estos parques tan grandes, casi no es necesario salir de la ciudad, para disfrutar de la naturaleza, aunque esa pedriza, a mi me tira muuuucho.
Salud, y montaña, amigo Carlos.
Aún da para más la Casa de Campo, pero ya le iremos dedicando tiempo. La Pedriza en primavera es de lo más agradecida ¿lo vamos pensando?
EliminarSalud y Montaña, querido Eduardo.
São esses detalhes que você descreve lindamente nesta bela reportagem que me trazem plena curiosidade de conhecer Madri.
ResponderEliminarUm beijo
Los parques de Madrid son amplios reductos de naturaleza en medio de la urbe. Abundantes y bellos son todos ellos. Una delicia para los sentidos. Saludos, Teca.
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