domingo, 29 de abril de 2012

El Manzanares por el Monte del Pardo. Aprendiz de río, maestro de ribera.

A lo largo del Monte del Pardo el río muestra tan poco caudal que en época de estío se puede vadear sin que el agua alcance más allá de la pantorrilla. Pero lo que como raudal no alcanza en vegetación de ribera desborda.
Un fin de semana más se cumple el dicho: “siempre llueve cuando no hay escuela”, así que, buscando una ventana de tiempo más o menos estable, entre un chaparrón y otro, me acerco al Pardo para recorrer el río Manzanares por sus dos riberas.
Llego al aparcamiento que hay tras pasar el complejo deportivo de Somontes, y me quedo dentro del coche a ver si deja de llover, porque cae agua de lo lindo. Dejo pasar la cortina de lluvia, y cuando se transforma en unas pocas gotas, salgo y comienzo el recorrido yendo hacia el pueblo del Pardo por la orilla izquierda del río (derecha en sentido de la marcha).
Se corre bien bajo la fina lluvia, la visera de la gorra impide que se mojen las gafas, y al poco asoma el sol. La vegetación está esplendorosa, se muestra naturalmente impresionista en esta primavera tan húmeda que estamos teniendo.
Esta orilla, acondicionada para el paseo, contribuye a que rápidamente alcance el pueblo y a continuación el Puente de los Capuchinos, que cruzo para seguir remontando ahora por la margen derecha (izq. en sentido subida).
La senda por este lado del río se estrecha y adentra en una zona boscosa natural, muy bien preservada, donde antiquísimos fresnos alternan con chopos y ailantos. Un majuelo en flor marca el inicio de la misma.
El sendero va siguiendo la alambrada que impide el acceso a la dehesa protegida y a sus encinas, mientras que a la derecha el río discurre apaciblemente. La carrera es cómoda, el entorno tranquilo.
La llovizna que torna a aparecer no parece molestar en absoluto a los patos que surcan la superficie del agua.
Voy sorteando los charcos del sendero que, para lo que está lloviendo, no son demasiados. La humedad permanente hace que cualquier sitio donde haya algo de tierra sea adecuado para que una planta enraíce y crezca.
La carrera es viva por esta vereda guarnecida por árboles cubiertos de musgo y liquen. Estoy ya cerca de la presa del Pardo.
Oigo ya el agua que sale con fuerza por uno de los 2 aliviaderos que tiene. En el remanso vecino un pato se pasea por la orilla. Sus plumas le mantienen seco a pesar del aguacero.
Es momento de volver por donde he venido. Mi intención es cruzar a la  otra orilla por una represa de hormigón que hay aproximadamente 1km más abajo.
Ha dejado de llover, se abre un gran claro y el sol comienza a lucir. La vegetación brilla a medida que se seca. El trote es alegre.
Llego a la represa que corta el cauce del río, gran losa de hormigón de unos 15m de amplitud, surcada en su parte central por un canal de aproximadamente 1,5m de anchura que sirve para canalizar “toda el agua” que lleva el Manzanares. Lo salto y gano el otro lado.
Retorno de nuevo a la presa del Pardo, ahora por la margen izquierda (dcha. en sentido subida); terreno diferente, más soleado, donde las encinas predominan.
En la presa “toco marro de nuevo” y me vuelvo por donde he venido, porque no se puede cruzar; torno a saltar la represa y sigo ribera abajo, ahora sin dejar la orilla derecha del río.
El sol ha tomado el relevo. El camino rezuma luminosidad y aroma de hierba húmeda. Las llamativas formas de los troncos hacen que me vaya deteniendo a contemplarlos.
Una vez en el puente de los Capuchinos continúo por el lado derecho de la ribera. Sigo una trocha estrecha en la que he de correr con cuidado porque la humedad la ha vuelto resbaladiza, y a tramos tan sólo tiene la anchura suficiente para plantar el pie.
Oigo una especie de jadeo, me giro y veo que detrás de mí viene trotando un perro menudo, simpático, con la lengua fuera. Algo más atrás aparece un ciclista. No es fácil manejar la bicicleta por esta zona.  Le pregunto sobre cómo y dónde podré cruzar al otro lado del Manzanares. Me dice que, o bien lo vadee cuando llegue frente al aparcamiento, o bien que continúe un poco más y  atraviese el arroyo de la Trofa, que desemboca en el Manzanares justo pasado el aparcamiento, y siga 1km hasta alcanzar el puente de la carretera de la Zarzuela. Ellos también van hacia allí, solo que más rápidos.
Aprovechando los tramos de vereda más ancha y menos resbaladiza, voy deleitándome con las vistas sobre el agua y la otra orilla. El sol se ha estabilizado definitivamente.
Sorprendido, me vuelvo a encontrar con Cosme y su perro ¡Que vienen en sentido contrario! – El arroyo de la Trofa baja bastante crecido, y preferimos darnos la vuelta. Con la bici y el perro creo que es lo mejor. Pero tú lo pasarás bien. No tienes más que descalzarte y cruzarlo – Me dice Cosme. Yo le agradezco la información, le digo que bien, que hasta otro día, y cada uno sigue por su camino. Pero “me quedo con la mosca tras la oreja”.
Ahora la senda discurre pegada a la alambrada que contornea el Monte del Pardo. Es zona de subidas y bajadas. Vuelve a estar deslizante, así que toca extremar la precaución. Especialmente bajo los arcos del puente del ferrocarril.
Estoy llegando al arroyo de la Trofa, lo oigo, alcanzo su orilla, ¡Y ya lo creo que va crecido! Vamos, que sin ser nada del otro mundo, sus buenos 50cm de profundidad ya tiene. Un cauce a cruzar de unos 4 metros de ancho, sobre un fondo arenoso que vaya usted a saber cuan sólido estará. Así que opto por encaramarme a la valla metálica que cierra el acceso al Monte del Pardo, y recorrerla cual hombre araña, atravesando de esta guisa el dichoso arroyo ¡Suerte que estaba bien fijada la alambrada!
Recupero la compostura, y sigo la carrera hasta el puente de la Zarzuela, por donde alcanzo la margen izquierda del Manzanares y retorno al punto de partida en el aparcamiento sin más contratiempo.
Recorrido de unos 15km que me han permitido descubrir un paraje salvaje, natural y bien conservado, ¡Que se encuentra a tan sólo 5km de Madrid! Si en primavera presenta este aspecto, ¡Cómo ha de estar en otoño! No hay que imaginarlo, hay que verlo.

domingo, 22 de abril de 2012

La corona de San Rafael: Cueva Valiente, Cerro la Salamanca y Cabeza Líjar.

La localidad de San Rafael, situada en Segovia, al Oeste de las últimas estribaciones de la Sierra de Guadarrama, está tendida al pie de la cara Norte de un conjunto de picos que rondan los 1.900m de altura, cuyas laderas cubiertas de  pinar refrescan tanto a la población como a quien se anima a andar por ellas.
Necesitaba volver a recorrer monte a zancadas, respirar aire puro, adentrarme por lugares desconocidos, descubrir otros parajes, retomar conocidas sensaciones; para conseguirlo tracé un itinerario circular de los que tanto me agradan.
Dejo el coche en San Rafael (1.212m), concretamente en la calle Carlos Mendoza, junto a las piscinas municipales. La mañana promete, si bien las partes altas de la sierra están ocultas por las nubes; confío en que el sol haga su labor y las vaya levantando a medida que cobre fuerza.
Son las 9:30m cuando comienzo el trote siguiendo las marcas blancas y rojas del GR88 que arranca justo donde he dejado el coche. La humedad del bosque me envuelve, las pisadas son amortiguadas por el terreno empapado.
Voy corriendo por entre altos pinos, escuchando intermitentemente a un pájaro carpintero que, por más que lo intento, no alcanzo a ver. Verde es la hierba que cubre el suelo y verde es el musgo que coloniza la parte superior de la tapia de losas de granito que voy manteniendo a mi izquierda, según subo. La carrera es cómoda. La pendiente aún es suave.
Busco el camino hacia el Peñoncillo, primer promontorio en la ascensión a la Cueva Valiente. Al poco llego a una gran pradera en la que se ofrecen tres pistas: la de la izquierda sigue el GR88 (va al collado de Hornillo), hay otra al centro (hacia el curso del arroyo Secal)  y una más a mi derecha, que es la que yo tomo para subir directo al objetivo.  
De entre los secos helechos del sotobosque sobresalen rocas y restos de viejos troncos colonizados por el musgo. La humedad me envuelve, las gafas se me empañan. La senda comienza a empinarse, ralentizo el trote.
El entorno es fiel testigo de las continuadas lluvias y nevadas de las últimas dos semanas; es cara Norte y las rocas que emergen entre los árboles apenas dejan ver el gris de su granito bajo el tapiz verde que las cubre. El ambiente es fresco, solitario, completo.
Voy atento a dónde pongo los pies, los resbalones son fáciles en estas condiciones; no obstante, voy observando en derredor, hacia arriba también, a ver cómo va el sol, al que todavía  no le veo con fuerza suficiente. Una hermosa mata de muérdago firmemente enraizada en una rama de pino hace que me detenga un instante.
Paso sin parar por el claro del Peñoncillo (1.600m) y enfilo la subida hacia el cerro de La Cueva Valiente. Voy al encuentro de la nube que lo cubre. La trocha se empina y discurre por entre brezos, rocas musgosas y pinos ahora ya de menor porte.
El ambiente se torna invernal, el viento azota, las gotas penden de las acículas de los pinos, los líquenes están en su hábitat y yo sigo a vueltas con mis gafas, cuyos cristales van empañándose por turnos ¡Al menos no son los dos a la vez!
A los 1.850m el agua se transforma en hielo, subo la cremallera de mi chaqueta para proteger el cuello, avanzo con poca visibilidad; el entorno es hermoso y frío.
Por fin, a través de la niebla, diviso el punto geodésico del cerro de Cueva Valiente (1.903m). Fácil subida hasta él, y pronto desciendo al abrigo del refugio que hay al otro lado, unos pocos metros por debajo.
Estoy el tiempo justo de consultar el mapa y orientarme con la brújula. No es posible referencia visual alguna. Sin  problema encuentro los restos de calzada que descienden por el Sur del Cerro, y los sigo. Al llegar a los 1.800m salgo de la nube, el panorama se aclara sobremanera, ahora sí veo el entorno y ya es factible orientarse; abandono la pista en una curva cerrada que hace a derechas, tomando un sendero que me llevará al collado de Hornillo, por una cómoda zona de pinos autóctonos ¡Da gusto ver!  
Alcanzo el collado de Hornillo (1.637m), atravieso la pista que lo cruza y sigo de frente, hacia el Cerro de La Salamanca (1.789m), por la traza de máxima pendiente, lugar en el que agradezco la ayuda de los bastones. El refugio de la cima está en pésimas condiciones, pero el panorama desde esta punta bien vale la pena.
Sin más demora emprendo la bajada hacia el collado de la Mina (1.710m). Sigo las marcas del GR10 que recorre todo el cordal hasta la Peñota, pasando por el Alto del León. El trote cunde. Ocasionales miradas hacia la Cueva Valiente, a mi izquierda, me permiten constatar que todavía está cubierta por la pertinaz nube ¡Y eso que ya son las 11:30 de la mañana! Es lo último que le queda al sol para completar su faena de hoy.
No me detengo en el collado y sigo hacia la siguiente punta de la corona, la Cabeza Líjar (1.823m), lugar en el que un bunker recibe al visitante.
La vista hacia el Norte permite contemplar las cimas nevadas de la Bola y Cabezas. La Maliciosa ya ha perdido la nieve, el sol y las temperaturas en alza van haciendo su labor.
Las marcas del GR10 me conducen sin titubeos hasta el collado de la Gasca (1.601m), alcanzado el cual las abandono y tomo, en su  lugar, una pista hacia la izquierda que se adentra en el bosque en dirección a San Rafael.
Cómodo trote por medio de esta arboleda, entreviendo el recorrido de esta mañana entre Cueva Valiente (¡Por fin libre de su nube!) y el resto de los picos de la corona, encontrándome con algún que otro grupo de caballos, mientras voy descendiendo rápidamente hacia el lugar de partida, a donde llego a las 13:30m.
Bonito itinerario circular, mayoritariamente al amparo de los árboles, por bosques muy bien conservados, que me ha permitido saborear el frío, la humedad, la naturaleza, las vistas a lo largo de unos 14km, salvando un desnivel acumulado de unos 1.000m de D+. Prometedor paraje que bien vale unas cuantas visitas más, para acabar de descubrir el resto de sus rincones.

domingo, 15 de abril de 2012

A escondidas.

A escondidas, de puntillas, tratando de pasar desapercibido, oteo el horizonte.
No hay revuelo, me decido y abandono la seguridad del refugio en busca de otros parajes.
Los observo con atención, suspendiendo momentáneamente la respiración antes de acercarme. Sopeso, me decido y entro.
Advierto lo próximo, grabo la imagen en la mente: fruto, tiernos brotes, llovizna, prometedor.
Todo parece tranquilo más allá. Consolido la confianza, continúo. Mientras oigo mis pisadas voy atento a cualquier otro sonido, chasquido o rumor.   
He de encontrar el paso a través de la verja, debo alcanzar el otro lado. Ligero aturdimiento.
Si por arriba no lo consigo, lo intentaré por debajo, aquí todavía puedo permanecer un rato, pero no demasiado. La fatiga del querer y no poder hace que mi frente se perle de humedad.
Huele bien este sitio desconocido. El color y la frescura saturan mis sentidos. Contraigo las pupilas, respiro hondo. La turbación se desvanece. Cobra cuerpo la determinación.
Examino más lejos, no percibo riesgo ni peligro. Prosigo el camino sobre terreno impregnado de humedad.  
Paleta de tonalidades que tan acogedora se muestra. No puedo relajarme ahora, queda mucho todavía. Sacudo la distracción.
Solitario y acogedor cobijo cuya ubicación guardo en la mente por si acaso lo necesito después.
Sigo caminando a ras, sin hacer ruido, sorteando los charcos. Guarecido tras un tronco contemplo las raíces a través de las que se nutre.
Nada oigo, todo está en silencio; saboreo la calma que transmiten los lugares sencillos, poco transitados. Fascina poder estar donde otros seres ni tan siquiera reparan.
Agradezco el privilegio de sentirlos, de buscarlos y encontrarlos. En realidad están ahí, al doblar de la esquina.
Pero ya es momento de volver, la tregua llega a su fin. Me dejo arrastrar por el humilde cauce, suavemente balanceado por el curso del agua que me lleva de vuelta a la seguridad de mi entorno.
Sencillo rincón donde acaba este periplo, que me permite sentir la tierra, la humedad, el sol, el aroma de las flores, el regusto de la tensión, la promesa de otros recorridos, peregrinajes quizá, pero viajes al fin y al cabo.
Si he dejado huella no lo sé, pero si es así, seguro que se extinguirá con quien la vio por última vez. De esta forma el paraje parecerá siempre nuevo y distinto para quien por él se adentre.

lunes, 9 de abril de 2012

Integral de la Sierra del Hoyo. Puerta y mirador de la Cuenca Alta de Manzanares.

La Cuerda Larga vista desde la Sierra del Hoyo
La sierra del Hoyo, con una una altitud en torno a los 1.300m – 1.400m, está situada entre el monte del Pardo y  la Sierra de Guadarrama, alzándose por encima de la localidad de Hoyo de Manzanares, protegiéndolo de los relentes de las cumbres más altas de la Sierra vecina.  Aúna lo más característico de ambos lugares, y se presenta a primera vista como un secarral de granito y jaras pringosas, pero ¿No es así el aspecto que ofrece la Pedriza desde lejos?

Constituye la “pre” de la Sierra de Guadarrama, y  a medida que se trepa por sus barrancos y peñas nos adentramos en un entorno natural dominado por encinas y enebros, algunos alcornoques y robles, y abundantes matas aromáticas de cantueso, tomillo y romero.
En lo tocante a los nombres de los puntos más característicos, yo aquí enumero algunos, y cada cual que saque sus propias conclusiones: Peña el Picazo (1.290m), El Estepar (punto culminante con 1.403m), Peña del Diablo (1.353m), Canto Hastial (1.370m), Barranco de la Peñaliendre: lugar por donde baja abundante agua que se oye pero que no se ve, tal es la maraña de zarzas que lo cubren en toda su longitud.
Tenía que nevar; tenía que nevar y por fin nevó, solo que en abril. Y la Sierra se cubrió con un manto blanco que no ha tenido en todo el invierno, y que ahora para poco aprovecha. De manera que decidimos cambiar el destino de la salida previsto: el Hoyo Cerrado, por otro sin nieve: la Sierra del Hoyo. Que no son lo mismo, pero algo sí tienen en común, al menos en el nombre.
No es preciso madrugar demasiado (son las 10:30h cuando comenzamos en la Berzosa), pero sí contar con que deambularemos por un entorno “particular” en varios sentidos: el lugar está dentro de una zona  virgen y poco frecuentada,  en la que hay bastantes propiedades privadas, por lo que no siempre “cualquier senda es válida”. Yendo con este cuidado es posible explorar y descubrir estos parajes.
Pistas de arena de granito al comienzo, que se van convirtiendo en trochas a medida que subimos, mientras vamos dejando abajo el bien ordenado y humanizado bosque de Hoyo de Manzanares.
Las nieves de la parte alta de la Sierra, vertidas aquí en forma de lluvia, han dado la señal para que entre los bloques de granito comiencen a aparecer los primeros signos de la primavera en forma de narcisos.
No faltan rincones donde la humedad se ha concentrado y el frescor de la sombra y de la verde hierba invita a hacer un alto. Todavía el bosque cubre estas laderas iniciales de la Sierra.
Así, poco a poco, vamos subiendo, buscando y usando las sendas “permitidas”, encontrando unas “huellas de moto” que preferiríamos que no hubiesen estado.
El Picazo, desde las proximidades del cerro del Estepar
Por estos andurriales mayormente inhóspitos la naturaleza sigue ofreciendo detalles, humildes y a ras de suelo algunos, como estos hongos que medran en un tronco medio seco que aflora por encima de la hojarasca de encina; hay que fijarse bien e ir con atención para  no perdérselos.
Y así, entretenidos en estas y otras observaciones, llegamos al pie del punto culminante de esta Sierra, la punta del Estepar (1.403m), con pilón  geodésico y cruz.
Fácil trepada hasta la cumbre, mirada hacia la Pedriza, al Norte; al Sureste Hoyo de Manzanares, tranquilo, 400m más abajo, y en marcha a por el resto del cordal que ahora apunta directamente hacia el Noroeste. Dejamos atrás el abrigo del bosque y encaramos la amplitud de la loma, abierta al sol.
El camino discurre por la vertiente Noreste, dando continua vista a la Cuerda Larga y Pedriza; allí la nieve, aquí seco. A partir del Estepar hay una valla de aproximadamente 1m de alto, hecha a base de piedras y losas de granito, que se sigue durante el resto del recorrido hacia el Canto Hastial, por su derecha hasta llegar al pie de la Peña Covacha, lugar en el que se cruza a la izquierda, por donde se continúa hasta el final. En total unos 3km de murete ¿Quién lo construiría? ¿Quiénes se encargarían de acarrear y colocar las piedras? Se encuentra en muy buen estado.
Encinas al principio, brezos, jaras y enebros conforme nos acercamos a la Peña del Diablo (1.353m), cima a la que nos encaramamos, haciendo un zig-zag en nuestro camino, observando los musgos que almohadillan las rocas que dan al Norte.
Algo más adelante, a nuestra izquierda,  las últimas estribaciones rocosas de la Peña del Diablo: granito, carrasca, enebro y musgo, encaran con su “fresco Norte” la solana por donde transitamos.
De nuevo en el sendero reanudamos la marcha para completar lo que nos queda hasta el último promontorio de la Sierra, el Canto Hastial. Renacidos piornos junto con seca hierba flanquean nuestro camino.
El Canto Hastial con su redondeada cima
El Canto Hastial (1.370m) se alcanza sin dificultad, pero con calor. Altas jaras por encima de las cabezas proporcionan transitorios pasillos umbríos que se acaban pronto, dando paso al terreno raso. En la cima hay una antena bien anclada y una placa solar unos metros más abajo, dentro de un recinto vallado. Un grupo de 4 cabras domésticas se acercan a beber en una poza del granito, ahora llena de agua, y a curiosear sobre este ser que, para su chasco, no lleva ni chucherías, ni sal, ni cámara de fotos (en este punto el chasco es para mí, que la he dejado en la mochila algo más abajo antes de subir a la cima corriendo). La más atrevida se acerca lo bastante como para que, mientras lame un dedo de mi mano (algo salado encontrará), yo le pueda acariciar levemente la testuz.
Finalizado el encanto, desciendo rápidamente y retornamos por donde hemos venido, hasta llegar de nuevo al pie del lomo de la Peña del Diablo, desde donde comenzamos nuestro descenso hacia el calor de la cara Suroeste.
Peña del Diablo, desde el collado de la Peña Covacha
Bordeamos la Peña por la línea de 1.200m, pasamos junto a una edificación semiderruida (cierta importancia debió tener “en sus tiempos”, porque contaba con dos chimeneas, y hay un mirador a pocos metros con murete y peldaños de acceso),  hasta llegar poco después a la embocadura del barranco de la Peñaliendre, lugar por donde descendemos ya derechos hasta la cota de los 1.000m. La trocha discurre por dentro de una verdadera torrentera, muy estrecha a tramos y tan profunda que las jaras de los laterales sobrepasan sobradamente la altura de las personas. Nuestro transitar va acompañado por el rumor del agua que no se ve. En los ocasionales momentos en los que se puede atisbar por entre las jaras se observa que el cauce está totalmente cubierto por una maraña de zarzas que desaniman cualquier intento de aproximación. Vamos que ¡Si no se lleva agua se pasa sed!
Finalmente alcanzamos la pista que une la cascada del Covacho (a nuestra derecha) con la Berzosa (a nuestra izquierda), camino por donde retornamos al punto de partida, ahora sí por terreno descubierto, donde los árboles aislados, en plena época de brote y cuajados de semillas, proporcionan alimento a los pájaros.
Tras alguna corrección de rumbo para seleccionar la senda correcta de entre las posibles, llegamos a las 15:30h al lugar donde dejamos el coche esta mañana (en el límite de la urbanización de la Berzosa).
Recorrido de unos 15km, salvando un desnivel acumulado de unos 570m de D+, por una zona bastante virgen y bien conservada, cuyos senderos e indicaciones hay que respetar, poco recomendable en época de calor por su baja altitud y su gran exposición al sol, ya que se encuentran pocas zonas de arbolado a lo largo de la mayor parte del recorrido.