Enormes tejos conviven con castaños y otros árboles |
En Valladolid San Fernando (III)
fue proclamado rey de Castilla, y se casaron los Reyes Católicos; nacieron
Felipe II y Felipe IV, Magallanes firmó las capitulaciones de la primera
circunnavegación del mundo y murió Colón; en esta ciudad escribieron Quevedo y
Cervantes, y establecieron sus talleres los más grandes imagineros y orfebres
del Renacimiento hispano; posteriormente nacieron Zorrilla y Delibes, amén de
otros que allí también se radicaron, personas no tan públicas pero sí
importantes para quien esto escribe.
El parque del Campo Grande,
conocido en un primer momento como “Campo de la Verdad” (ya que era el lugar
donde se celebraban duelos de honor y exhibiciones militares), constituye un verdadero
oasis de vegetación, remanso de paz y
vida natural, en plena ciudad castellana.
Al entrar en el parque se deja
atrás el estrés y se accede a un lugar en el que todo transcurre pausadamente,
donde cada cual se dedica a lo suyo:
Los pavos reales, encaramados
allá donde se les ocurre, emiten de tanto en tanto su extravagante grito de
celo que, si pilla por sorpresa, sobresalta sobremanera, ya que parece el de alguien
pidiendo socorro. Difícil debe de ser conciliar el sueño “en temporada alta”.
Las crías de pavo procuran no
despegarse de sus madres y, sin prestar atención a los lastimeros gritos, se
desplazan de un lado a otro.
Otras criaturas, haciendo oídos
sordos a las llamadas de sus progenitores, se adentran en terrenos prohibidos
en pos de las huidizas crías de pavo.
Entre las hojas de los laureles
reales los pajarillos, emboscados, engullen las lustrosas bayas de una en una,
y sin parar.
Cada cual hace lo que le pide su
naturaleza en cada momento.
En lo alto, lejos del suelo, unas
palomas alternan sus arrullos con llamativas exhibiciones de las colas.
Mientras tanto otras van y
vienen.
La frondosidad de los árboles
sombrea el terreno.
Bajando la vista y fijando la
mirada, topamos con una ardilla que, firmemente asida en la punta de una
estaca, busca atentamente cualquier cosa apetecible que llevarse a la
boca.
Y así, poco a poco, abandonamos
el fresco y animado entorno. Salimos del oasis y ponemos pie en la urbe.
Es Valladolid una ciudad con edificios que contrastan entre sí.
Junto a los que preservan sus interiores con ventanas y ventanucos forzados en
sus gruesos muros,
se alzan otros de gran solera y
raigambre, como el del palacio de Pimentel sobre el que una leyenda cuenta que
por una de sus ventanas, de la que cuelga una cadena, fue sacado el rey Felipe
II al nacer para que fuera bautizado en la Iglesia de San Pablo, pues de salir
por la puerta del palacio debería haber sido bautizado en la cercana Parroquia
de San Martín. Felipe II nació en su interior, al estar albergada en el palacio
la familia real para asistir a las Cortes celebradas en abril de 1527.
De dcha a izqu: palacio de Pimentel, iglesia de San Pablo y colegio Zorrilla. |
A poca distancia de antiguos
inmuebles, que minuciosamente apuntalados aguardan su destino,
se encuentra la muy Antigua Santa
María, imperturbable y radiante bajo el pleno sol mesetario.
Sea por lo que sea, seguramente
por la influencia de varias de las personas que aprecio, esta ciudad magnífica y entrañable, que tan
cómodamente se recorre y que tanta historia atesora, trae a mi memoria unos versos
de Jorge Manrique:
Y puesto que vemos cómo lo
presente es ido y acabado en un punto (en nada de tiempo), si juzgamos
sabiamente, consideraremos a lo que ha de venir como si ya hubiera pasado.