domingo, 10 de junio de 2012

Rudimentarios asientos que acaso nos esperan


Están ahí, en los rincones por los que pasamos, o a lo largo de las veredas por las que deambulamos a largas zancadas.

No los solemos usar, pero sí que los miro. Si es caso, alguna vez apoyamos sobre el  borde la zapatilla para ajustarla mejor, o descansamos la mochila mientras estabilizamos la carga o buscamos el chubasquero cuando comienza a llover.

Han estado ahí desde hace mucho; estoicos, indiferentes a las miradas de soslayo, pacientes, ofreciendo su lomo a sabiendas de que en algún momento, algo más que la vista, la zapatilla o la carga posaremos.

Mientras transitamos acelerados ellos perduran, esperan sosegados viendo deambular a los que, tarde o temprano, interrumpirán su animoso caminar y se les acercarán para compartir un rato.

No se mueven, pero tampoco es preciso, ya acudimos, y cuando esto sucede, su tosca robustez se torna temporalmente amable y acogedora.

Los que más me atraen, y con los que mayormente topo, son en su mayoría humildes y sencillos; una simple piedra o un elemental tronco transformados en modesto asiento.


Poco cómodos a simple vista, aunque algunos traten vanamente de disimularlo con pretencioso respaldar.

Todos al cabo del rato resultan duros, muy duros, lo cual les confiere la común característica de que es la sensibilidad de la rabadilla la que determina el momento de levantarse, al percibir ese dolor sordo e intenso con el que acaba la sesión de reposo y que obliga a soltar un ¡Ay! mientras de reojo miramos en derredor.

Retornamos nosotros a la marcha, quedando ellos de nuevo solitarios.